miércoles, 16 de marzo de 2011

Vidas Sêcas: Apuntes de bifrontismo de una época

Director y guión: Nelson Pereira dos Santos/ Productores: Luiz Carlos Barreto, Herbert Richers, Nelson Pereira dos Santos. / Reparto: Atilo Iório, Maria Ribeiro, Orlando Macedo, Jofre Soares, Gilvan Lima, Genivaldo Lima, Baleia./ Premios: Premio de Cine de Arte y Ensayo; Mejor film para la juventud, Premio de la OCIC (Oficina Católica Internacional del Cine). Mención honorífica en el Festival de Cine de Varsovia (1964). Mejor film en la reseña de Cine Latinoamericano de Génova (1965). Nominado a la Palma de Oro en Cannes (1964).




A mitad de camino entre el pasado y el futuro, Vidas Sêcas (1963), de Nelson Pereira dos Santos, puede considerarse una película-eje, un gozne cinematográfico sobre el que se irgue cualquier tipo de puerta de entrada y de salida a una realidad brasileña mucho más compleja de lo que yo pueda exponer aquí. Comparte el Cinema Novo una problemática que ya estaba presente en el Modernismo de los 20 y en el Regionalismo literario de los 30, que Florencia Garramuño ha sintetizado como “esa ansia modernizadora, una misma preocupación por la nacionalización de la cultura”. Se trata, en efecto, de una cuestión tan sempiterna como la brasilidade, que a golpe de reinterpretación ha acabado por tornarse polimórfica, polisémica, casi fantasmal. 1963 es un año clave en dicho debate, tiempo de reverberación de nacionalismo, año de candencia política justo antes del golpe de estado que establece la dictadura militar en Brasil en 1964. La película precede también a la publicación del manifiesto militante y artístico Uma Estética da Fome (1965), de Glauber Rocha, pero ya practica sus presupuestos futuros, a través de la mirada a una época anterior: Vidas Sêcas es una adaptación del libro homónimo de Graciliano Ramos (1938) que, probablemente por la universalidad que se le atribuye al haber sido calificado propulsor del “regionalismo sin tierra” fue tan actual en las manos de Pereira dos Santos: en su genialidad revisionista y premonitoria al mismo tiempo.

Fabiano, Vitória, sus dos hijos y Baleia, la perra (sí, eso es, animal acuático en el desierto), caminan por la caantiga. Se acercan poco a poco a la cámara, que los capta casi sin movimiento desde un plano general en el que apenas se les ve, hasta enfocarlos en plano medio. Baleia se adelanta y es el primer personaje que el espectador observa, como un guiño del autor al cuento de Graciliano Ramos, el que dio lugar a la novela. Mientras todos caminan, un ruido estridente extradiegético aturde al espectador, chirría, como toda la secuencia. Tres minutos y medio de plano inicial anuncian una película diferente, lenta, con una historia verosímil en la que lo que menos importa es entretener. El sertao, ya explotado en la literatura, es llevado a las pantallas de la mano de un filme que expone lo que pueda tener de estético el hambre en su plenitud. La primera frase de la película ya se refiere a la subnutrición de la familia: “tampoco servía para nada, ni sabía hablar”, espeta Vitória, mientras asa un papagayo en una fogata improvisada para alimentar a los suyos.

Si existe un rasgo que diferencie este filme de otros, ése es la fotografía, de Luis Carlos Barreto. Llama la atención la luz cegadora que abrasa al espectador tanto como a los protagonistas: una luz natural, sin filtros, a través de la que el sertao sigue siendo seco y el sol caliente. La película, totalmente quemada, persigue un efecto de verosimilitud sobre el espectador: “trata de obligarle no a ver sino a participar en la tragedia de la sequía”, diría Glauber Rocha, una tragedia que sobrellevan personajes realistas, que ejemplifican la vida famélica de millones de nordestinos que emigraban del sertao a la ciudad buscando una existencia mejor, la vida severina (o la muerte), como expondría Joao Cabral de Melo Neto en 1955.
En este filme, la cámara acompaña las vidas de los protagonistas: se detiene ante sus paradas, “camina” con ello temblorosa – en la mano – cuando ejecutan su marcha y hasta se agacha para llegar al punto de vista de Baleia en muchas ocasiones, filmándola desde su altura o mostrando planos subjetivos de su visión, puesto que ella es, al fin y al cabo, un miembro más de la familia. El realismo crítico está servido: la historia es el reflejo de un sufrimiento colectivo, la cámara lo es de una tortura individual. Encuadres blanquísimos se alternan con tomas tenebristas en el interior de la chabola en la que vive la familia. El diálogo es escaso, y en los momentos en que se produce no siempre se logra alcanzar la comunicación: es significativa la secuencia que acontece en la casa, mientras llueve, en la que Vitória y Fabiano hablan a la vez, sin mirarse a los ojos y sin escuchar lo que dice el otro. Vitória termina destacando su mayor deseo: tener una cama de cuero, objeto que simboliza la ascensión de rango social, el bienestar y la satisfacción del hambre: una cama como la del Sr. Tomás (su antiguo patrón, fallecido).

Sin embargo tal cama no llegará por varias razones: el propietario de las tierras no les paga lo que debe y Fabiano gasta lo poco que ahorran en cachaça y juego en el pueblo, cercano a la hacienda que habitan los protagonistas. Fabiano, un macunaímico “héroe sin carácter”, no es capaz de negarse a las proposiciones lúdicas del policía que lo acabará trasladando a una celda donde es torturado. El pueblo se presenta así como un lugar amenazador, pero no opuesto al campo: la vida, en cualquiera de sus esquinas, es seca. Mientras Fabiano permanece en la celda, un desfile ocurre fuera: la población está en fiesta, en una procesión alguien se disfraza de vaca – símbolo de la principal fuente económica del sertao – y los otros le siguen, rindiéndole homenaje. Planos medios de este ambiente festivo, aderezado con música popular, se cruzan con primeros planos de gente anónima, que asiste a la función: son las briznas de neorrealismo, de costumbrismo en el filme, mientras Fabiano rabia de dolor en la celda. El objetivo se acerca a su rostro varias veces, la luz de una candela improvisada por su compañero de prisión, un cangaceiro, torna la secuencia aún más dramática: de nuevo el tenebrismo inunda la pantalla, en la que nunca aparecieron luces medias.


Vidas Sêcas es un filme molesto, incómodo, como arena en los zapatos o en el plato de comida. Rocha resume la actitud de un hipotético espectador, que “se aburre con ese Fabiano inútil en la pantalla” y “rechaza seguir el movimiento que el film le obliga a hacer para comprender que Fabiano no vive en el mejor de los mundos, y que, para que Fabiano pueda cambiar, es necesario que él y los demás cambien el mundo”. En Vidas Sêcas se acabaron los westerns de vaqueros felices, se terminaron los exotismos: el hambre es el hilo conductor que, como aseverarían Robert Stam y Randal Johnson, “caracteriza no sólo la estética y el sujeto de la película, sino también sus métodos de producción”.
La desnutrición, junto con el calor sofocante, metaforiza el sertao para convertirlo en infierno, a los ojos de uno de los hijos de Vitória y Fabiano, tras esta conversación:


- Madre, ¿qué es el infierno?
- Es un lugar demasiado ruin.
- Demasiado ruin, ¿cómo?
- …………………………....
- ¿Qué es el infierno, padre?
- ……………………………
- ¿Cómo es? – dirigiéndose de nuevo a la madre.
(…)
- Es un lugar para donde van los condenados, lleno de hogueras, aspecto caliente.

Tras este parco diálogo, el chico sale fuera de la choza – la luz del plano quema la imagen -, se tumba en el suelo. A continuación una serie de planos subjetivos del paisaje seco, las vacas, el tejado, acompañan la repetición de palabras del niño: “infierno”, “aspecto caliente”, “lugar ruin”. Seguidamente, el crío se tumba en la caantiga, gira su cabeza y el plano pierde la estabilidad que otorga la línea del horizonte para ofrecer al espectador la choza volteada 90º: la visión del niño, un mundo torcido. El espectador, lejos de ser voyeur, vuelve a participar. Reina en el plano el “aspecto caliente”, que perseguirá los protagonistas hasta sus últimos minutos filmados.

En la secuencia última, después de que Baleia haya sido asesinada por Fabiano porque, como cualquier otra vida, ésta se rige por su funcionalidad: “no servía para nada”, los cuatro caminan como al principio, buscando un lugar mejor, con los objetos personales a cuestas, “huyendo que ni los bichos”, en palabras de Vitória. El filme termina prácticamente como empieza, se amalgaman la “mudanza” y la “fuga” de Graciliano Ramos. El desplazamiento no significa meta sino transcurso: una larga caminata sorda y tórrida, con el mismo estertor estridente del comienzo, pone fin a una historia circular, el eterno retorno del hambre, la espiral cegadora.
Azahara Palomeque Recio

Nota: Nelson Pereira dos Santos estará en el I Congreso de Cine en Español y Portugués que organiza la Universidad de Salamanca, en junio de 2011.

jueves, 10 de marzo de 2011

Palabras dispersas sobre Dogtooth…

Director: Giorgos Lanthimos; guión: Efthymis Filippou, Giorgos Lanthimos; actores: Christos Stergioglou, Michele Valley and Aggeliki Papoulia


Desde que el mundo es cine (o viceversa), el llamado séptimo arte ha tenido históricamente, entre sus rehenes preferidos, una particular proclividad para mofarse de las discretas burguesías. La masificada fascinación con las imágenes en movimiento incluso llegaron, en un momento dado, a ser producto de aversión por parte de algunos círculos intelectuales, como lo demuestran algunos miembros del llamado Bloomsbury Group u otros de la Escuela de Frankfurt, preocupados algunos porque, por un lado, el cine pudiese rebajar la alcurnia del arte, o por otro lado, que pudiese volverse el más vil instrumento ideológico. El tiempo no tan sólo ha confirmado estas aseveraciones, sino que ha producido además una estirpe de cine predicado precisamente sobre estos preceptos para, en ocasiones, morderse la propia cola.


Una ecuación algo así como: caminando la cuerda floja de las certezas o discreciones burguesas – las alertas/ miedos antes mencionadas, por ejemplo – me valgo de un instrumento, el filme, para desmontar todo eso en lo que tu mundo depende – es lo que está en juego. Esta gramática de cine contestatario ciertamente ha pervivido, de la mano de Buñuel, en un tono cínico-sátiro hasta en comedias de Hollywood. No obstante, de esta estirpe hay otro cine que de un tiempo para acá asoma su cabeza para mirar también “comicamente” a la burguesía. En Pasolini, Miike (particularmente Visitor Q), Haneke y en muchos de los filmes más entrópicos de los Cohen, se localiza desde el lugar de lo ominoso, el horror intrínseco al animal humano, y, créanlo o no, con una invitación abierta a reírnos de él.


Girogos Lanthimos ofrece una de las más recientes aportaciones a este espectro, su filme es Dogtooth.


Tres hermanos adultos – un hombre y dos mujeres, fácilmente de entre 20 a la treintena de años de edad – viven como niños bajo la tutela de un padre (y una madre) que los cría dentro de los cuarteles de una casa y su portón eléctrico, con la certeza de que si cruzan estos linderos morirán ahogados o asesinado por algún gato. Una fórmula similar a la errática pero no obstante también impresionante Bad Boy Bubby (dir. Rolf de Heer, 1993), cuya trama gira en torno a la salida al mundo de un viejo/niño quien había sido criado encerrado por su madre por más de treinta años. Dogtooth, en cambio, supera la fórmula para otorgar uno de los más ambiguos retratos del impulso totalitarista y/o de control del animal humano.


Sería fácil tildar estas narrativas de absurdas. No obstante, al ubicar al espectador dentro de los portones, aún con la distancia y frialdad que caracteriza la puesta en escena, Dogtooth logra posicionarnos dentro de las coordenadas de la fantasía que articula la realidad de estos personajes. Así, el ejercicio mental no resulta tan descabellado, cuando entendemos que los personajes, sujetos a un proyecto absolutista del padre, del cual nunca se está muy claro, son esclavos ni siquiera de la violencia más crasa, sino del aparato ideológico-supersticioso más efectivo. En una escena el padre (y la madre) traducen caprichosamente la canción Fly Me to the Moon de Frank Sinatra; mientras que en otra los niños (adultos) ni osan acercarse a la línea imaginaria (el riel de un portón eléctrico) que divide el lugar seguro – los linderos del hogar – del lugar tenebroso del Afuera, que garantiza la muerte de quien salga, salvo la del padre.


Aunque por su fría puesta en escena y la presencia constante de tensión remite mucho a Michael Haneke, Lanthimos no necesariamente propone trazar una genealogía de lo monstruoso o de la barbarie en lo humano o en la civilización. En este sentido, Lanthimos, al igual que el padre de la película, no ofrece un cuadro claro de su proyecto, es decir, de la finalidad del mismo. Se le presta más atención al proceso que al factor histórico o social – aunque ciertamente hay mucho espacio para extrapolar posibles ambientes de supervivencia a un nivel rudimentario de sociedad: desde el manejo del lenguaje, la maduración sexual (si alguna) y el ir paulatinamente destapando el vacío de poder del padre. Podría decirse que en lo que White Ribbon traza un cierto malestar de la cultura en una comunidad de Austria que, pudiera inferirse, dio pie a la hecatombe fascista del siglo 20 – ciertamente una formula reductiva –, Dogtooth vuelve la mirada a un estado casi pre-edipal del aparato social. Una cosa une a ambas, es que en la medula del asunto son niños los que protagonizan y/o son víctimas y potenciales victimarios del horror y la opresión que sufren.


Con un ritmo pausado, el filme va mostrando nuevos panoramas en donde se le da otra vuelta a la tuerca: en donde se aumenta el nivel de dificultad para que el padre pueda mantener total control de lo que naturalmente son seres curiosos. La introducción de una empleada a quien el padre le paga para que tenga relaciones sexuales con el varón de la casa, cual visitante ‘q’, toma las funciones de un agente desestabilizador que introduce nuevos conocimiento léxicos (la palabra ‘zombie’, por ejemplo) y sexuales, entre otros, que irán socavando la autoridad del padre en crescendo. Aquí nuevamente en concordancia con Haneke, la violencia va poco a poco revelándose más física y frontal, ya no tan sólo como un aparato ideológico que siempre estuvo subyacente a las circunstancias. En lo que pudiese ser quizá la escena más violenta (y eso es mucho decir), la hija mayor atentará en contra de su ‘diente de perro’, elemento cuya pérdida, según el padre, determina que finalmente se puede salir de los linderos del hogar.


¿Será que el padre, en su ensayo de realizar la fantasía edénica, casi utópica, de un mundo perfecto y de protección para sus hijos, exento de toda perversión y todo “mal”, en consecuencia terminó por confirmar la père-version intrínseca a esta fantasía, el verdadero no-lugar ya implícito en la palabra utopía (u-topos)?


Ah, ¿ya lo mencioné? Tiene escenas muy graciosas… creo.

miércoles, 2 de marzo de 2011

La manecilla cinematográfica

En las postrimerías del siglo 19 cuando el cinematógrafo era una novedad tecnológica de ferias, la gente hacía filas inmensas para ver el invento mágico. Haber alcanzado esa ilusión de movimiento conmocionaba al público. Las primeras cintas eran una muestra técnica, sin mucha narrativa, del curioso invento. Por un leve defecto ocular que todos tenemos (y que se logró descifrar), se pudo crear esa ilusión en nuestra percepción. El cinematógrafo hace uso de una fórmula matemática basada en una relación entre el tiempo y la imagen.

24 fotogramas x segundo.

Tal es la fórmula del aparato que ha marcado la historia cultural del planeta durante más de 115 años. Mucho ha ocurrido con el invento desde aquellos primeros días, sin embargo, y contrario a lo que muchos han pronosticado, todavía no se ha perdido el interés por las obras cinematográficas.

Debido a la proliferación de salas y medios domésticos para disfrutar del cine ya no es tan común ver filas kilométricas tratando de entrar a una película. Sin embargo, de repente un evento cinematográfico capta la atención de la muchedumbre. Ejemplo de esto, y sin carecer de absurdidad, suelen ser las películas de James Cameron o alguna de las muchas reposiciones de la Guerra de las galaxias.

También hace unos días, y esto fue una grata constatación, el filme de 24 horas The Clock de Christian Marclay. Presentada en la galería Paula Cooper en Chelsea, The Clock logró que cientos de Newyorkinos, pasaran un promedio de tres horas en fila bajo el frío invierno para lograr ver algún segmento de esta maratónica propuesta.

Ciertamente The Clock no es una obra filmada. Más bien es una pieza artística construida a partir de un re-montaje conceptual. Marclay y sus colaboradores han ensamblado escenas de miles de películas para construir un reloj cinematográfico de 24 horas a tiempo real. La hora en que el público entra a la sala coincide en su totalidad con la hora representada en pantalla. Por ello es necesario que el filme se ajuste al horario de la ciudad donde se presenta. Cada minuto del día esta registrado en un fragmento fílmico, ya sea por que se ve un reloj como motivo principal de la imagen, algún personaje menciona la hora o en cierto lugar del decorado se puede dilucidar algún reloj, ya sea digital o de cuerda.

En adelante, me es necesario cambiar a un tono más subjetivo. Luego de tres horas y cuarto en fila, espera que por cierto me dio pie a conectarla con esa experiencia primigenia con el cinematógrafo, inicio mi experiencia como testigo del reloj.

11:33 p.m fue la hora exacta.

The Clock llevaba corriendo desde las 9:00 AM, así que me toco presenciar la cúspide de la noche. Aparte de mantenerse la propuesta de mostrar relojes minuto tras minutos, poco a poco me fui dando cuenta de una narrativa subterránea que se iba contando.

En el filme cronómetro entre 11:30 p.m y la media noche todo tipo de personaje se preparaba para irse a la cama: leían, veían televisión, hacían la última llamada del día, comían, tenían sexo. A las doce, casi como en la despedida de año, hubo una catarsis: explosiones, relojes reventando, disparos y orgasmos. Eso duró unos 10 minutos. Entonces, todo empezó a tranquilizarse y el filme regresó a una pasividad tensa en la que personajes trataban de dormir y eran interrumpidos por sus parejas o por impertinentes/psicópatas que llamaban por teléfono. El sexo fue recurrente por un rato, pero estas instancias de cama fueron sustituidas en cuestión de minutos por personajes sufriendo insomnio, soledad alcohólica y miedo.

Llegada la una de la mañana esta última representación se acrecentó acompañada por imágenes oníricas, sonambulismo y algo de crimen organizado: terribles pesadillas repiqueteando cada minuto de la madrugada. Por una extraña razón los filmes que juntaron para esta hora databan de los años veinte, treinta y cuarenta quizás, asumo, por reflejar el auge del movimiento surrealista. En todo caso la visión del realizador fue la de una noche doméstica en la que los personajes se ensimisman dolorosamente en el interior de apartamentos y mansiones.

A la 1:35 decidí salir de la galería.El filme seguiría por varias horas más, horas que especulo, si seguía esa propensión oscura, serían extrañas a más no poder. Todavía habían muchas personas en fila esperando atrapar algo de la película.

The Clock es una pieza deslumbrante que pone al espectador en un estado constante de reflexión. En la pieza, el tiempo, esa abstracción humana, se desprende de nuestras convenciones para ser colocado como protagonista en la “urna” de la galería y de nuestra mente. El cine comenzó como un truco mecánico basado en una medida temporal; Una vez se descubrió el interés del público por las narrativas fílmicas, no se ha dejado de manipular el tiempo interno de los filmes a diestra y siniestra (la elipsis nuestra de cada día). De eso se trata el montaje. Sin duda una premisa es que en el universo fílmico el humano es el Dios Cronos.

Resulta genial que el resultado tipo collage no se limita al azar de escenas con relojes que se suceden una a la otra, sino que Marclay va construyendo una narrativa meta-cinematográfica en la cual, como en una revisión histórica, vemos como el séptimo arte ha abordado, con ciertas tendencias recurrentes, cada hora posible del día. En otras palabras el filme convierte en cotidianidad lo que cada película que compone la pieza se esforzó por presentar extra-cotidianamente.