miércoles, 20 de julio de 2011

La película escondida

Existe una serie de cineastas cuya vocación/devoción hacia el arte fílmico resulta tan esencial para sobrevivir como el aire que respiran. El cine es para ellos/as fuente de vida: lo beben, lo sufren, lo padecen. Herzog, Deren, Cassavetes, Bergman… son sólo algunos de esos artistas para quienes el verbo ‘vivir’ puede fácilmente intercambiarse por ‘filmar’. El maestro Terrence Malick también goza y padece de este raro privilegio.
 
Con su más reciente entrega, Tree of Life, el director demuestra una vez más que su manera de (ad)mirar el universo es inseparable de su manera de representarlo en filme. Una vez más – la más ambiciosa de las veces, por cierto – el director explota las capacidades, si se me permite, cinestestésicas del cine. Tree of Life, bien lo dijo un buen amigo, más que cine, es una experiencia. Sin embargo, en este caso las ínfulas de hacer del “séptimo arte” la séptima maravilla, hacen de esta “experiencia”, una por momentos insufrible.


La comparación que han realizado algunos críticos (principalmente Ed Gonzalez de Slant) entre Tree of Life y Enter the Void, de Gaspar Noé (aunque casi siempre con el propósito de descartar la segunda a favor de la primera), me parece idónea por buenas y malas razones. Primero, ambos filmes dan al traste con la camisa de fuerza del cine narrativo; prefieren apostarle a un lenguaje mucho más experimental para contar sus historias – cosa por otro lado loable considerando el arraigo mediático que cada cinta ha tenido respectivamente. Segundo, ambas utilizan historias sencillas como pretexto al comentario metafísico, o incluso cosmológico: la una, Tree of Life, que comienza con una cita bíblica, muestra cómo una historia tan inconsecuente como la de una familia suburbana estadounidense en los cincuenta resulta desentrañable de la evolución del cosmos y de la grandeza de la naturaleza; mientras que Enter the Void, supuestamente predicada sobre el “Libro tibetano de los muertos”, utiliza el acostumbrado mundo de Noé, la sórdida e inhóspita metrópolis de drogas, e-xxx-cesos y violencia, como ventana a la exploración del estado paranormal entre la vida y la reencarnación. (Quizá aquí deba emplear mejor el término ‘exponer’ en lugar de ‘explorar’, ya que a Noé, como sugiero más adelante, poco le interesa profundizar sobre el tema mencionado.)


Por último, hay otro elemento que, para mal, une a ambas propuestas; lo que llamo el fenómeno de la película escondida. Lo describo así: dentro de cada uno de estos filmes existe otra película, una más efectiva e incluso mejor (quién sabe, quizá hasta una obra maestra) que desafortunadamente permaneció perdida, o escondida, bajo la bendita ambición de abarcarlo todo, de decirlo todo de un sopetón. Visto de otra manera, la película escondida no es sino un síntoma de la volatería caprichosa de un artista (de dos en este caso) que, quizá demasiado infatuado con su propia visión, pierde noción de los límites o de la cohesión de su obra. No que la cohesión sea sine qua non del éxito de una propuesta cinematográfica, sin embargo, cierto es que cada obra presenta las condiciones para su propio alcance. De ahí que algunos giros narrativos o estéticos en ciertos filmes – aunque esto vale igual para muchos otros campos del arte – se presenten de manera más o menos orgánica, es decir, no traído por las greñas. Claro está, con igual validez una propuesta puede estar articulada a contrapelo de lo “orgánico”, lo que nos permite encontrar armonía incluso en el absurdo. Por mencionar un ejemplo, los mundos alucinantes que presenta Terry Gillian en The Imaginarium of Dr. Parnassus, a mi parecer, justifican el errático y desorbitante filme que los contiene o que apenas los puede contener.


Evidente tanto en Tree of Life como en Enter the Void, uno de los efectos secundarios más nocivos que produce el cineasta caprichoso, en la peor acepción del adjetivo, repercute de manera directa sobre la duración de su filme (por no comentar sobre las vejigas de muchos espectadores). Ambas cintas innecesariamente sobrepasan las dos horas, de hecho, el filme de Noé se acerca peligrosamente a las tres horas. De esto ya había aprendido Wong Kar Wai en In the Mood for Love, cuando, luego de revisar todo el pietaje que tenía disponible, reeditó su filme para conseguir la historia y el tono que funcionaba, nada más y menos que su película escondida. Algo que el mismo director hongkonés luego olvidó para 2046.


Por otro lado, las propuestas de Malick y Noé son dadas al ejercicio estético en tanto ejercicio estético, y esto, aunque ofrece indudables momentos sublimes y visuales sencillamente hermosos, suscita a la vez un exceso de imágenes que, si no redundantes, poco aportan a la experiencia del filme. Tree of Life, no obstante, sienta mucho más efectivamente el andamiaje metafísico que Enter the Void: mientras Malick a través de su filme parece sugerir que esta historia no se podría contar de otra manera, Noé se entrega sin miramientos y con libertinaje al ejercicio efectista.


Si Tree of Life juega con la idea de la insignificancia de nuestras vidas particulares, bien es cierto que la de la búsqueda espiritual del personaje de Sean Penn – si es, en efecto, ésta la historia que propulsa este viaje – tampoco parece sostener el peso del universo. Al parecer, la crisis existencial de éste es suficiente pretexto para que Malick llegue a ofrecernos su versión del Big Bang. Con la autobiográfica Tree of Life, Terrence Malick emprende un viaje que trasciende de la historia inmediata hacia el cosmos, reinterpretando así también nuestro pasado evolutivo. En un momento dado un dinosaurio lanza una mirada a otro que yace moribundo y -¡¿compasivo?! – le perdona la vida. La analogía es bastante clara: existe un nexo genealógico entre los gestos instintivos de supervivencia del prehistórico reptil con los del paterfamilias que interpreta Brad Pitt, lo que también puede aplicársele al hermano mayor de los niños quien a través del abuso pretende proteger a su hermano. Esta lógica reductiva (comportamiento dinosáurico = comportamiento del [alfa] homo sapiens sapiens Pitt) sufre de un antropomorfismo craso.


El filme, aunque siempre congraciado con las delicadas y sublimes imágenes de la mano del otro artista que acompaña a esta producción, Emanuel Lubezki, no deja de recurrir a ciertos lugares comunes tanto en términos/composiciones fotográficos. La mezcla música clásica/astros difícilmente se escabulle de la sombra de 2001, de Kubrick, que todavía oprime el imaginario cinematográfico de muchos.
Cabe cuestionarse, entonces, si era necesario encapsular una historia tan poco espectacular en el marco más amplio de la evolución del universo. Claro, la contestación a esto es sin duda sencilla: si no fuera así, ésta sería otra película y no la que Malick quiso realizar. Coincido con esto, ok… Pero, ¿no ha logrado el mismo director precisamente el mismo resultado utilizando vehículos menos suntuosos? ¿No habrá logrado antes Malick darle dimensiones hasta metafísicas y de meditación a la guerra ya en The Thin Red Line? ¿No nos había ya mostrado una sublimidad casi celeste en Days of Heaven? De manera muy ingenua me atrevería a conjeturar que, en el caso de Tree of Life y Enter the Void, respectivamente, Malick y Noé poseen demasiado genio y dominio para su propio bien.


Poca atención he prestado al entramado narrativo de cada filme, pues creo que el valor de cada uno reside en otros elementos. Al viaje "New Age" de Tree of Life, por el momento, le digo, gracias, pero no gracias. Al pretencioso “shock value” de Enter the Void, también. Sin embargo, de estos cedazos, todo cinéfilo, especialmente aquel entregado a la praxis de tan venerado arte, puede aprender tanto como desaprender las buenas y malas mañas del arte fílmico. Resulta casi como decir: no necesariamente las recomiendo, pero no dejen de verlas.

miércoles, 13 de julio de 2011

El Tiempo Pasado, Reflexiones sobre Midnight in Paris


“La nostalgia es negación” dice Paul (Michael Sheen), el personaje más pedante de la nueva película de Woody Allen, Midnight in Paris. Pero como es común en las películas del genio de Manhattan, el personaje más pomposo y desagradable casi siempre es el que sale airoso o posee la suficiente lógica mundana para sobrevivir –¿recuerdan a Alan Alda en Crimes and Misdemeanors, por ejemplo?–. En el caso de esta nueva entrega es dicho personaje el que parece llevar la “moraleja” de la historia, que puede pasar como un comentario desapercibido o irónico en primera instancia, pero es en realidad la tesis del filme. Por más que pensemos que todo tiempo pasado fue mejor –como lo piensa el protagonista Gil Pender (Owen Wilson)– el mismo concepto de “nostalgia” no será lo mismo para unos que para otros, mientras que para Gil el París bohemio de los años 20 es la época perfecta, para Adriana (Marion Cotillard) su tiempo ideal hubiese sido la “Belle Epoque” parisina de finales del siglo 19. Para los de esa época probablemente el Renacimiento era la edad dorada, e incluso como comenta el propio Gil: “para algunos debe de haber sido el tiempo de Kublah Kahn”.

Empiezo esta reseña de esta manera porque es muy difícil discutir el verdadero encanto y alcance de Midnight in Paris sin discutir su trama y los vericuetos por los que lleva al espectador, que son los más encantadores y mágicos que nos ha llevado Allen en un filme suyo desde The Purple Rose of Cairo. Para empezar, diré de entrada que en opinión del que esto escribe ésta es la mejor película de Allen desdeDeconstructing Harry. Nada de lo que hizo en la década pasada –en la que francamente salvo por Match Point y Vicky Cristina Barcelona no hay nada salvable– nos hubiese preparado para este festín en todos los sentidos. Si ésta es la última gran película que hará en su carrera –a su carrera le quedan inevitablemente menos años que más– al menos será suficiente para borrar más de una década de trabajo que más bien vale la pena olvidar y reafirmarlo como uno de los cineastas más importantes del mundo.

Los primeros minutos del metraje se dedican a presentarnos un recorrido completo de París en todo su esplendor, desde la mañana hasta efectivamente, la medianoche, al son de “Si Vous Ma Mere” del trompetista Sidney Bechet. Tal secuencia es comparable a la secuencia inicial de Manhattan, en cuanto a presentar a la ciudad en todo su esplendor. No queda duda entonces que después de Nueva York, París es la ciudad mas amada y soñada por el cineasta –y de hecho, era quizás asignatura pendiente para Allen, ya que gracias a las audiencias francesas su cine ha podido sobrevivir pese a su modesto desempeño económico–. La fotografía de Darius Khondji, siempre suntuosa, dominada por colores vivos y vibrantes contribuye al hechizo.

Gil Pender (Wilson) es un escritor que decidió escoger la ruta fácil, se volvió un guionista del montón en Hollywood con casa lujosa en Beverly Hills, una prometida muy sexy y adinerada, Inez (Rachel MacAdams), unos suegros militantemente yankis (Kurt Fuller y Mimi Kennedy) –con los que choca constantemente por estar en bandos ideológicos opuestos– y unos auténticos deseos frustrados de ser un escritor serio, una meta que había perseguido años antes en la ciudad que ahora visita como turista.

Pero Gil siente que no es un turista más. La ciudad le habla y lo acoge, mas aún que al mismo pedante francófilo Paul, antiguo pretendiente universitario de Inez, que pretende siempre estar tan por encima de todo lo que le rodea que no parece tener una conexión tan honesta con sus alrededores inmediatos como Gil –si algo se le puede reprochar al filme es que el multidimensional personaje de Paul, tan bien caracterizado por Michael Sheen desaparezca de repente, cuando pudo haberse aprovechado su antagonismo con Gil–. Gil, cansado de la pedantería de Paul y las quejas de Inez se dedica una noche a pasear solo y en una esquina oscura, al dar las campanadas de medianoche, un coche antiguo se detiene y unos amables parisinos lo invitan a subir. De repente Gil se encuentra en una fiesta que parece salida de sus mayores fantasías: reconoce al pianista que canta, pero no puede ser él, Cole Porter (Yves Heck) lleva décadas muerto; una pareja se le presenta entusiasta como Scott y Zelda Fitzgerald (Tom Hiddleston y Alison Pill); Gil no sale de su asombro por la coincidencia. Poco después se encuentra en el célebre club nocturno Bricktop, y la bailarina a la que contempla bailando atónito no es otra que Josephine Baker (Sonia Rolland).

Pronto Gil se encontrará recibiendo lecciones de vida y oficio de Ernest Hemingway (Corey Stoll), le dará su novela a una editora de lujo: Gertrude Stein (Kathy Bates), compartirá historias y copas con Salvador Dalí (Adrien Brody), Man Ray (Tom Cordier), T.S Elliot (David Lowe) y Djuna Barnes (Emmanuelle Uzan), le sugerirá a Luis Buñuel (Adrien DeVan) la idea para su futura obra maestra, El Ángel Exterminador, y se enamorará perdidamente de Adriana (Cotillard), musa de Pablo Picasso (Marcial Di Fonzo Bo), Braque y Modigliani. A través de ella también conocerá –por medio de un carruaje– a Tolouse-Lautrec (Vincent Menjou) y Paul Gaugin (Olivier Raboudin) y visitará al Maxim’s y al Moulin Rouge de la “Belle Epoque”.

Allen no pretende explicar por qué razón o motivo mágico Gil se transporta en el tiempo. Al igual que el personaje que sale de la pantalla en The Purple Rose of Cairo, el viaje en el tiempo de Gil es un suceso que simplemente ocurre y que gradualmente comienza a aceptar –muchos de los mejores momentos del filme ocurren cuando Gil se aprovecha de sus conocimientos del futuro, cosa que nunca parece preocupar a los habitantes del pasado, más bien les divierte–. Incluso descubre en tiempo presente el diario de Adriana en el que ésta confiesa haberse enamorado de un escritor llamado Gil Pender al mismo tiempo que terminaba su aventura amorosa con Picasso. Gil se da cuenta del vacío de su presente, de cuanto le enriquece y le obsesiona el pasado, pero a la misma vez que necesita el hecho de que sea pasado. La añoranza necesaria, porque como él mismo confiesa hacia el final del filme: “el pasado no ha muerto”, aunque en realidad eso lo dijese Faulkner, pero Gil lo puede atestiguar: Faulkner y él hablaron sobre el tema.

Lejos del cansancio creativo de sus guiones recientes, el guión de Midnight in Parises impecable, no rompe esquemas –Allen ya es demasiado viejo como para no seguir indagando en sus temas, obsesiones y arquetipos recurrentes– pero sí funciona como una muestra completa de lo que lo hace un autor tan necesario: la película es tan hilarante como sus mejores trabajos de los ‘70 y ‘80. Alguien me mencionó que hacía tiempo que Allen no hacía una película en la que uno no pudiese parar de reírse y es cierto, hasta ahora, pero con la suficiente dosis intelectual característica de Allen. Es a la vez una de sus películas más “light” y más profundas –y en definitiva uno de sus trabajos más personales– combinación que en su cine no se ve mucho –Woody es o muy pesado o muy light–. Su puesta en escena también es una vuelta a un estilo más tradicional de su trabajo. Han vuelto los planos largos y las secuencias fluidas, algo que había perdido en trabajos recientes.

Algunos han atacado a Allen por las “caricaturas” en las que convierte a personajes históricos tan importantes. Pero lo cierto es que para una película que trabaja principalmente el constructo de la nostalgia y el pasado, es ideal que estos personajes se nos presenten de la manera en que son recordados y preservados en la memoria histórica colectiva. Después de todo Hemingway y Dalí eran personas bastante desagradables en vida real por ejemplo, y nadie quiere enfrentarse al hecho de que nuestros ídolos artísticos podían ser seres humanos terribles. Además, el propósito de Allen no es uno documental, es utilizar estos mismos personajes, como personajes y como personajes a punto de despuntar, ya que en el momento en que se desarrolla el filme ni Dalí era Dalí, ni Fitzgerald era Fitzgerald, ni Hemingway era Hemingway, aunque ya tuviesen alzados sus egos.

Como es usual en su cine –incluso en sus películas más flojas– las actuaciones son de primera, Owen Wilson es el mejor “stand-in” de Allen desde John Cusack, contrario a Kenneth Branagh en Celebrity, Wilson no pretende hacer una imitación al dedillo del director sino invocar a través de manerismos y una inquieta personalidad esa “persona” neurótica y nerviosa que es el personaje cinematográfico de Woody Allen. Wilson es un estupendo actor cómico que hace demasiado cine mediocre, ojalá que aparte de Allen y Wes Anderson otros directores comiencen a aprovechar mejor su talento. Rachel MacAdams tiene un personaje bastante antipático, el cual hace creíble. Ya hablamos del estupendo trabajo de Michael Sheen como Paul y vale la pena mencionar a Lea Seydoux como Gabrielle, la parisina que puede ser la candidata definitiva al amor de Gil. Por el lado del París de los ‘20, Marion Cotillard hace su mejor trabajo en una película estadounidense hasta la fecha con su delicadamente matizada interpretación de la frágilmente compleja Adriana; Kathy Bates cumple como ya nos tiene acostumbrados con su Gertrude Stein y Corey Stoll hace un muy divertido Hemingway. Pero los más destacados del grupo son Alison Pill como Zelda Fitzgerald, que evoca a la perfección la Zelda que hemos conocido históricamente como la sureña excéntrica que atormentaba a Scott Fitzgerald, y un hilarante Adrien Brody, quien apenas con poco más de 2 minutos en pantalla logra hacer un auténtico Dalí, que ya desde ese momento sabía que iba a convertirse en “Dalí”.

Quizás sorprenda de primera instancia que Midnight in Paris esté resultando el mayor éxito de taquilla de Allen desde Hannah and Her Sisters –ya lleva más de 50 millones de dólares recaudados, cuando las películas de Allen a duras penas pasan de recaudar más de 10 ó 15 millones en taquilla–, porque su naturaleza histórica e intelectual la podrían hacer una película bastante “elitista” y sin duda alguna, quienes conozcan la importancia y obra de estos personajes históricos la disfrutarán más. La película contiene suficientes risas y momentos amenos que de seguro atraerán al espectador. Además, el retrato que Allen hace de todos ellos es tan ameno que de seguro habrá muchos espectadores que saldrán corriendo a Wikipedia o a Google a buscar las biografías de estos personajes. Pero creo que el éxito de la película va más allá de sus personajes y volvemos a su tema principal: la nostalgia. Los tiempos que vivimos están tan desprovistos de nostalgia y esperanza, que me parece que los espectadores responden al entusiasmo de Gil Pender, y aunque no sean familiares con el pasado que en su mente ha delineado como el mejor, en definitiva la nostalgia está de moda. Todo tiempo pasado fue mejor.