miércoles, 15 de febrero de 2012

El mejorcito de los mundos posibles: Le Havre de Aki Kaurismäki


Le Havre (2011). Un muy articulado pero pobre limpiabotas, Marcel Marx (André Wilms), sin querer queriendo, se inmiscuye en una intriga para proteger a un niño africano (senegalés quizá) de las autoridades antiinmigración galas y así lograr que éste llegue sano y salvo a su destino, Londres. Rectifico: “Intriga” quizá resulte un término demasiado cargado, demasiado sexy y sugestivo; demasiado reminiscente de filmes que implican un alto grado de efectismo y suspenso.

Marcel, quien ha abandonado sus ínfulas de escritor, aunque no necesariamente su espíritu bohemio, vive una vida relativamente tranquila junto a su esposa Arletty (Kati Outinen) y a su leal can Laïka en un humilde aposento de la ciudad porteña Le Havre, Francia. Marcel hace lo que puede con el cambio que se gana en la calle y pide fiado a todos los buenos vecinos de su calle. Lo que Arletty no retiene, pues es ella quien administra las finanzas del hogar, se lo da para que se lo beba en alguna barra mientras ella cocina. Así las cosas, la mujer cae presa de lo que parecería ser una enfermedad terminal y procura que su ingenuo esposo no se entere de lo que sufre, negándole firmemente que vaya a visitarla al hospital. Arletty sabe exactamente lo que necesita Marcel para continuar viviendo y, podríamos intuir, para continuar soñando. Es entonces cuando el hado venturoso se encarga de cruzar el camino del solitario Marcel con el del fugitivo niño, Idrissa (Blondin Miguel).

En Le Havre no hay ningún enredo en particular. Es una historia directa; sin mucho adorno. A su director y guionista, el finlandés Aki Karismäki, poco le interesa reinventar la rueda. En el menú de Kaurismäki, la comicidad seca - de caracterización estoica y dialogo lacónico – y la austera puesta en escena son la orden de cada día. Y este filme es, en el mejor sentido, Kaurismäki en su máxima expresión. Pero también es más. En una época de cine bastante obsesionada con la víspera del mundo y de la humanidad que lo habita, Le Havre se propone como un cuento de inusitado optimismo, que reintroduce la fé en la auténtica solidaridad de los buenos vecinos, sin recurrir al sentimentalismo artificial – hasta vomitoso, si se me permite – que suele, por el contrario, contaminar las historias felices que últimamente ofrece el cine***.

{***Este dilema, que de manera tácita ha dividido tradicionalmente a los cinéfilos – pues quiérase o no, hay diferentes tipos de cinéfilo –, especulo, se puede resumir de la siguiente forma: (1) Por un lado el estigma del cine más “artístico”. Aquel cine que suele verse como el más serio e intelectualmente estimulante, es a la misma vez el que muchos ni vacilan ver bajo la razonable impresión de que es repositorio de las miserias del mundo. (2) Por otro lado el estigma de las historias felices. La felicidad retratada en el cine, a grandes rasgos, se ha vuelto para otros tantos cinéfilos una feria de artificialidad, cundida de seres vacuos, emociones acartonadas y resoluciones implausibles, irreales. Curiosamente me parece que el issue central es uno de tiempo; es decir, de cómo, consciente o inconscientemente, medimos la productividad del tiempo que empleamos viendo/viviendo otra historia. Por ende, en cualquiera de los dos casos un filme no deseado se convierte más que nada en una “pérdida de tiempo”. Pero bueno, el maestro Kaurismäki supera este dilema, pues se toma la historia feliz muy en serio.}

Kaurismäki… ¿el formalista informal?

Como buen conocedor de los tópicos estructurales de la cantera de cine narrativo de antaño, el prolífico director predica su cuento precisamente sobre clisés del cine melodramático clásico pero con el fin ulterior de agilizar el cuento que quiere contar. No significa esto que el filme ostenta el tono ni la estilización harto acostumbrados en un melodrama. Más bien, Le Havre utiliza los arquetipos maniqueos usualmente evidentes en la estructura narrativa melodramática – el héroe y su llamado al imperativo categórico, una enfermedad inexplicada (colapsos espontáneos, en algunos casos), el villano, entre otros – para insertar a su espectador en un lugar familiar e ir desmoronando precisamente esos lugares comunes.

Como buen semiólogo, además, Kaurismäki aplica su profundo conocimiento de los signos cinematográficos necesarios para connotar una situación a través del empleo mínimo de denotaciones. Así veremos cómo, por ejemplo, en una misma toma - un plano medio en el cual Marcel y otro personaje dialogan - para significar la llegada de la policía ni siquiera se recurre al montaje de un plano contraplano que demuestre los vehículos. Por el contrario, luego de un corte en edición, sólo se muestra a las caras de los personajes reflejando los faroles azules y suena una sirena que parece sacado de algún filme de los 50s, y ya queda sobreentendido que, además de haber llegado la policía, Marcel debe huir. A este efecto se destaca la ambientación creada por la iluminación y por los colores saturados de mano de la cinematografía de Timo Salminen, cuya colaboración regular con el director ha fijado el sello minimalista que permea el lenguaje cinematográfico de Kaurismäki.

Si se lanza una ligera mirada al detalle del afiche de el filme que encabeza este escrito, ya habrá podido el lector ubicar algunas piezas/signos claves del cuento. Además de los ya mencionados Marcel Marx y el niño Idrissa, se puede apreciar la amenaza que acecha más al fondo, cuya indumentaria a lo film noir no solamente alude a que el personaje es investigador, sino que, vestido de negro, posiblemente no represente nada positivo en la historia. Aquí, a grandes rasgos, radica la economía narrativa que distingue el cine de Kaurismäki tanto en forma como contenido – y quizá la explicación de por qué sus filmes raras veces exceden los 90 minutos. En este sentido, no hace falta trabajar un perfil psicológico del personaje para establecer su función en la historia ni repetir lo que ya sobre cien años de cine le han enseñado al espectador promedio. El investigador Monet (Jean-Pierre Darroussin), copia facsímil de lo que vemos en el afiche, siempre va vestido de negro y siempre, sin necesidad de que el diálogo redunde en torno a ello, se articula conspicuamente como el detective en la historia. Así como los anacrónicos detectives de Le samouraï (1967), de Jean-Pierre Melville, y el Phillip Marlowe que trabaja Robert Altman en The Long Goodbye (1973), el detective Monet es también una víctima tragicómica dentro del presente que habita, pues no haya lugar real donde alguna víctima o cliente precise de sus servicios. No por casualidad Monet manifiesta su descontento, ya que de la rama de homicidio adonde pertenecía antes, el gobierno lo ha relegado ahora a la inmigración ilegal, cosa que poco le interesa.

En la mejor tradición de la iconoclastia lúdica practicada por muchos de los cineastas de la nueva ola francesa de los sesenta, movimiento con el cual Le Havre también tiene deuda directa, lo que se transluce aquí no es otra cosa que la utilización de un arquetipo –seguimos con el detective – con la doble finalidad de establecer y desestabilizarlo. La falla tragicómica del detective, esa inexorable irrelevancia ante el mundo contemporáneo que él padece, se manifiesta en el hecho de que éste, decididamente, a lo largo de la historia y de su creciente interacción con Marcel, va perdiendo su estatus de malo malote de la película. De esta manera la idea de Marcel como antípoda de su “contrincante” también va perdiendo fuerza.

Confabulación de otro mundo posible

El guión de Kaurismäki no le da la espalda al mundo contemporáneo. Como queda establecido en una escena clave al inicio del filme, la violencia es rampante. En dichas circunstancias, el mundo qua marasmo ha reservado poco espacio para personas como Monet y como Marcel, cuyos sistemas de creencia, podríamos intuir, se hallan aún en el puerto seguro de los “metarrelatos” o “grandes narrativas”; ese cúmulo de discursos occidentales que de manera abarcadora y totalizante pretendían explicar el curso de los hechos culturales a través de la historia y que otrora el filósofo francés Jean-François Lyotard catalogara de insuficientes para expresar las contingencias de un mundo que abraza cada vez más la entropía. Seguiría, desde luego, que Monet ya no pueda subscribirse al honor: condición sine qua non del detective “hard-boiled” según postula Raymond Chandler en su archiconocido ensayo The Simple Art of Murder (publicado originalmente en 1944). Y por la misma vía iría entonces Marcel, cuyo estratégico apellido, debo recalcar, no es otro que Marx.

¿Desde dónde puede, entonces, articularse el optimismo? En resumen, desde el nódulo de la presencia del niño fugitivo. Idrissa funciona como el point de caption (también llamado quilting point) de la historia; el punto desde donde, siguiendo el comentario ideológico lacaniano de Zizek, se fijan todos los significantes flotantes para forjar la identidad de un campo ideológico. Puesto en otras palabras, en un mundo, de nuevo, tan falto de estructura para con personajes como Marcel y Monet, Idrissa se figura como el centro que permite la reinserción de un campo ideológico donde la solidaridad no es ya mero recuerdo, sino una fantasía o efecto real. (Cabe señalar que para Zizek la ideología se construye como una fantasía, lo cual no impide que ésta ciertamente tenga efectos concretos sobre la "realidad" con 'r' minúscula.)

Cabe señalar que el gran héroe de la película no es exclusivamente Marcel Marx. Son todos los vecinos de Le Havre, quienes, a la vista de Idrissa, se suman a la confabulación del cuento de su salvación, en el cual la solidaridad y hasta el milagro son posibles.

miércoles, 8 de febrero de 2012

Post- producción de Your Day is My Night de Lynne Sachs

Lynne Sachs, cineasta con la que llevo trabajando el último año en la co-escritura de la película Your Day Is My Night escribe este artículo/reflexión sobre el filme (ahora en proceso de post-producción).

Your Day is My Night (work in process), directed by Lynne Sachs
60 min., color, sound, HD video, 16mm, and Super 8mm film


“In Your Day is My Night, my collective of Chinese and Puerto Rican performers living in New York City explores the history and meaning of “shiftbeds” through verité conversations, character-driven fictions and integrated movement pieces. A shift-bed is shared by people who are neither in the same family nor in a relationship. From sleeping to making love, such a bed is a locus for evocative personal and social interactions. With male and female non-professional actors, I am creating a one-hour film which looks at issues of privacy, intimacy, privilege and ownership in relationship to this familiar item of furniture. A bed is an extension of the earth — embracing the shape of our bodies like a fossil where we leave our mark for posterity. But for transients, people who use hotels, and the homeless a bed is no more than a borrowed place to sleep. Inspired by theater visionaries Augusto Boal and the Wooster Group, I have conducted numerous performance workshops centered around the bed – experienced, remembered and imagined from profoundly different viewpoints.


Throughout 2011, I did approximately 40 in-depth interviews through a series of actor auditions. The material I garnered through these conversations is the basis for the narratives that I wrote with my co-writer Rojo Robles. In production, I guided my performers through visual scenarios that reveal a bed as a stage on which people manifest who they are at home and who they are in the world. During our shooting in an actual shift-bed apartment located in NYC’s Chinatown, the Puerto Rican and Chinese participants (several of whom have actually slept on shift-beds) exchange stories around domestic life, immigration and personal-political upheaval. They speak of all manner of things in their lives: family ruptures during the Chinese Cultural Revolution, nightclubs, weddings, four men on one bed in Chinatown.” (Lynne Sachs)

Cast: Che Chang-Qing, Yi Chun Cao, Yueh Hwa Chan (Linda), Kam Yin Tsui, Yun Xiu Huang, Ellen Ho, Sheut Hing Lee, Veraalba Santa Torres, Pedro Sanchez Tormes

Crew: Lynne Sachs (director); Sean Hanley (camera, co-produing and editing assistance); Rojo Robles (co-writer); Catherine Ng (translations); Jenifer Lee (translations); Ethan Mass (camera); Jeff Sisson (production assistance)

miércoles, 1 de febrero de 2012

Terra em transe o la cruz de Eldorado



Glauber Rocha, ya consagrado en el panorama cinematográfico internacional gracias a Deus e o diabo (1964), compone ahora un filme que revisa los patrones políticos y sociales de la época próxima al golpe militar de 1964. Terra em transe (1967), complejo, con una fuerte resemantización de la técnica de Godard, porta la marca de autor. Se trata de una película totalmente alegórica, llena de símbolos y de guiños, a través de la que Glauber narra la turbia situación política de un país imaginario, Eldorado – que es Brasil pero abarca un espectro simbólico más amplio – cuyo gobierno se disputan dos fuerzas políticas que luchan entre ellas – el gobernador Vieira (José Lewgoy) y Porfirio Díaz (Paulo Autran) –, mientras que otros actantes, a favor del primer o el segundo bando, intervienen en el proceso de dominación: la Explint (Compañía de Explotaciones Internacionales) y los medios de comunicación, al mando de Julio Fuentes (Paulino Garcindo).

Entre Vieira, representante del populismo y la demagogia, y Díaz, conservador y católico a ultranza – siempre con un crucifijo en la mano – se encuentra Paulo Martins (Jardel Filho), un poeta, el protagonista, incapaz de configurar su posición política, infeliz y crítico con su condición de intelectual acomodado: “gente como nosotros, burgueses, débiles”. Junto a él, Sara (Anecy Rocha), de su mismo rango social pero menos indecisa, comprometida, apuesta por el control del poder por parte de Vieira y arguye: “La plaza es del pueblo como el cielo es del cóndor”. Paulo, criticado duramente desde la cámara como miembro de la élite intelectual del país que piensa pero no actúa, que critica pero no es capaz de abandonar su propio estatus aburguesado, será el eje conductor de la historia, narrador intra y homodiegético.

Rocha se sirve esta vez de la capacidad recordatoria del protagonista para abandonar el orden cronológico de otros largometrajes anteriores y contar la historia mediante analepsis narrativa (no podía ser de otro modo, el flash-back se debe a que el autor está volviendo a 1964). También desdeña los espacios naturales, que sólo aparecen en perspectiva aérea para situar Eldorado en mitad de una vegetación que rebosa frondosidad, cercana al mar. Alejado del neorrealismo, utiliza escenarios suntuosos para sus fines críticos, por ejemplo: el palacio de Díaz es, en realidad, el teatro municipal de Sao Paulo, donde se celebró la archiconocida Semana del 22. En contraposición abierta también a otros filmes, aquí los diálogos son complejos, hasta crípticos, y los discursos de Paulo – a veces monólogos interiores - enteramente poéticos, recuerdan a los de algunos protagonistas masculinos de películas de Godard. Las secuencias de amor, marcadas por las miserias intestinas de los personajes, poseen la huella de Antonioni.

Más allá de los modos fagocitados por Rocha, ésta es una película original, cargada de lirismo, bien brasileña (o bien latinoamericana, si se quiere), que vuelve la vista a la etapa justo anterior a la dictadura y propone una visión única del panorama de reformas frustradas propuestas. Por otra parte, es un filme visionario, pues adelanta ciertos acontecimientos, anecdóticos mas significativos, que estaban por llegar, por ejemplo en la escena en la que Don Porfirio sostiene un crucifico. Ello lo cuenta Avellar:


En octubre del año 1968, año y medio después del estreno de Terra em transe, los periódicos publicaban una foto del mariscal Costa e Silva, entonces al frente del gobierno, con un crucifijo entre las manos. Y en diciembre de 1968 el Acto Institucional número 5 repetía casi palabra por palabra el discurso final de Don Porfirio Díaz. El poder había decidido dominar la tierra, poner en orden las tradiciones. (…) entre el cine y la realidad existe precisamente este intercambio de informaciones e influencias.

Mas allá de lo puntual, en Don Porfirio se materializa, alegóricamente, buena parte del componente dictatorial latinoamericano (la otra parte será Vieira), que agarra en las manos un símbolo de dominación histórico desde la época colonial: la cruz cristiana.

Terra em transe expone sin tapujos una realidad social vergonzosa: Sara y Paulo, acongojados ante fotografías de “niños sin escuela, hospitales llenos”, discutirán de política entre vino y risas con Vieira; éste, supuestamente comprometido, se introduce en el jolgorio popular, con un niño negro en brazos, para luego no ser capaz de condenar al asesino de uno de los miembros de ese pueblo, subdesarrollado, por haber financiado parte de su campaña promocional; Paulo, ante su impotencia en la política, se refugia en fiestas orgiásticas con múltiples mujeres a ritmo de jazz. Mientras tanto, el pueblo, abajo, aguarda una respuesta. Rocha, convertido ya en maestro de la cámara, resume en una panorámica el efecto que ese colectivo desnutrido provoca en la élite burguesa: el objetivo recorre una plaza abarrotada de miembros de la clase baja que portan carteles y pancartas. Se les ve, pero no se les oye: el sonido ha sido eliminado de la toma. Asimismo, en uno de los actos populistas de Vieira, Paulo tapa literalmente la boca a uno de los representantes del pueblo. En otra secuencia, cuando un miembro de la masa popular decide hablar en nombre propio, sin que intermedie un sindicalista, es reducido por las autoridades y llamado “extremista” tras pronunciar esta frase, mirando a la cámara en una clara apelación al espectador: “El pueblo soy yo, que tengo siete hijos y no tengo donde vivir”.




Se comprueba, así, que “la fuerza liberadora no viene verdaderamente de lo registrado, sino de la manera de registrarlo, viene de los procesos cinematográficos (...)" (Avellar). Glauber no sólo cuenta con un guión lírico, alegórico, sino que construye la acción con técnicas plenamente vanguardistas: la mirada a cámara, la elaboración del encuadre, la lentitud o rapidez del montaje según la secuencia lo requiera, la inclusión de otros géneros fílmicos (documentales) en la película, la escenografía ostentosa burguesa que contrasta con la tierra seca en la que se filma el “pueblo”, los planos de personajes de espaldas (que nos devuelven los de arriba), y un uso estratégico de la música, que va desde la samba hasta el jazz pasando por la ópera, según a qué estrato socioeconómico se aplique. En general, el sonido se convierte en un personaje más, tanto cuando desaparece y debería estar – según los cánones pre-vanguardistas hollywoodienses – como cuando se manifiesta como elemento provocador, verbigracia: en la secuencia en que Paulo y Díaz luchan a ritmo de ópera y percusión de metralletas integradas en la misma escena.

Por otra parte, es significativa la representación sociológica que Rocha efectúa: la burguesía, aunque parcialmente comprometida, posee un lenguaje diferente al del pueblo, por lo que la comunicación nunca es efectiva. Este distanciamiento no es sólo lingüístico: ninguno de los personajes principales es negro, la antigua raza esclava se destina a representar a las clases populares, que son el todo y la nada a la vez: se les ve, pero no se les escucha, tienen rostro, pero el filme no da nombres. Ante este panorama, sólo queda una salida, la única verdad que Paulo encuentra: su muerte. Lejos de la ciudad, en soledad, acompañado por un estruendo de rifles desahogándose, Paulo se retuerce en una postura mímica, dramática y distanciadora al mismo tiempo – que por momentos recuerda al miliciano de Robert Capa – como un guerrillero muerto en combate; después de todo, escenario bélico no faltaba: era el propio Brasil.

Azahara