miércoles, 5 de diciembre de 2012

Adiós, Freddy Krugger. Adiós, Ninja Turtles. Goodbye, Dragon Inn…

Shih Chun: Teacher Miao. Shih-Chun. 
[pause] 
Shih Chun: Teacher, you came to see the movie? 
Tien Miao: I haven't seen a movie in a long time. 
Shih Chun: No one goes to the movies anymore, and no one remembers us anymore. 

Los signos que comúnmente utilizamos para denotar “cine” suelen ser, inadvertidamente, anacrónicos. Basta con seleccionar la opción “Images” (Imágenes) en el motor de búsqueda Google y escribir el vocablo para comprobarlo. La imagen del rollo de película (o de la cinta de celuloide) todavía resulta el atajo visual por excelencia para denotar “cine” en más de un sentido; mientras que la pantomima que consiste de fingir un lente con una mano y darle vuelta a una manigueta lateral invisible con la otra, hasta la fecha, sigue siendo de las mímicas más certeras a la hora de convidar a los participantes de un juego de charadas a la categoría de “cine” o “películas”. Cabe preguntarse, claro, cuánta vigencia tendrá esa mímica, que data nada más y nada menos que de los comienzos del cine, para las generaciones venideras, formadas en el ceno de lo digital: en tiempos donde, curiosamente, el recuerdo de lo análogo lo perpetúa la misma tecnología digital a través de programas o “aplicaciones”, tales como Instagram, que ofrecen una variedad de filtros para envejecer instantáneamente una fotografía, de lo contrario, demasiado nítida. En oposición a la “alta resolución”, el envejecimiento inmediato de una foto en la era de la reproducción digital parecería conferirle a dicha imagen una especie de aura de autenticidad, cierta presencia pasajera. Para frasearlo de otro modo, condenados a lo efímero, nos conformamos con que la foto, instantáneamente embadurnada de nostalgia, por lo menos dé constancia – cual simulacro – de que hemos vivido. Y cada foto, siguiendo los surcos etimológicos de la “nostalgia”, entonces: una patria/pérdida nueva a la cual siempre/nunca regresar…

Hay algo de esa nostalgia incluso en las salas de cine más nuevas. Y no me refiero a los “teatros” remodelados con el guiño hacia el pasado, cuya re-ornamentación conserva el sello de la reverencia que se le suele dedicar a las “zonas históricas”; sino a cierto decorado que puede hallarse hasta en salas y respectivas confiterías ubicadas dentro de centros comerciales. Localización que, dicho sea de paso, difícilmente le admite al cinéfilo prejuiciado – como yo – la fantasía del teatro de cine como espacio soberano, por un lado, y su desvinculación de la circulación comercial del lugar, por otro. No obstante la localización, al igual que los signos anacrónicos que antes mencionaba, la decoración de las salas de cine constata un subrepticio culto a la nostalgia. Alfombras rojas en algunos casos, el pedazo de cortina que rodea algunas pantallas (como si se pudieran, en efecto, cubrir la pantalla luego de terminada la proyección), la cartelera, etc. – todos estos elementos mantienen al espectador en una especie de benévola regresión suspendida, necesaria para conjugar la experiencia de visitar la "sala de cine" con la del "Teatro de Cine" que la memoria nos devuelve desde la infancia o adolescencia, sea cual fuera el caso. Generalización crasa, admito; pues debería definir a qué espectador me refiero. 

Pecando de comemierda puedo señalar que todo aquel que pueda relacionarse con el sentimiento que evocan, en palabras de mi compañero Rojo, las “películas melancólicas con las salas de antaño como Cinema Paradiso, The Purple Rose of Cairo”, etc., entiende.

El camarada Rojo inicia su “topten” apelando precisamente a esa nostalgia que menciono. No había terminado de leer sobre cuando vio Freddy’s Dead: The Final Nightmare (1991) en el “destartalado” y ya fenecido cine manatieño Taboas, cuando ya me remitía al recuerdo/pérdida del Teatro Puerto Rico, en Fajardo. Curiosamente el retrato que recuerda Rojo del Taboas es un facsímil bastante razonable de aquel teatro fajardeño: “un telón polvoriento que se abría antes de comenzar la película y máquinas de refrescos en donde salía el vaso, el syrop y el agua separados…Los pisos eran pegajosos y olía a humedad”. Bueno, quizá el telón en el Teatro Puerto Rico siempre estaba abierto, salvo en contadas ocasiones en las cuales vi alguna que otra obra con Johanna Rosaly de protagonista. Recuerdo que casi siempre era el mismo viejo el que vendía el boleto y luego pasaba a la entrada para picarlo. También se encargaba de los refrigerios y dulces y poca duda me queda de que era él quien además servía de proyeccionista. Igual al Taboas que esboza Rojo, la taquilla del Teatro Puerto Rico era muy barata y su cartelera siempre parecía regresar al futuro de meses anteriores. The Land Before Time (1988) y Teenage Mutant Ninja Turtles II: The Secret of the Ooze (1991) fueron algunas de las joyas que pude ver allí, pero claro, por segunda ocasión, la primera siempre se reservaba para los cines más nuevos. La concurrencia muy raras veces alcanzaba la decena de espectadores. Luego de varias actividades, una de ellas mi “graduación” de sexto grado, el Teatro Puerto Rico también pasó a peor vida.

“No one goes to the movies anymore…”
Para Ming-liang Tsai (o Tsai Ming-liang) el antiguo teatro Fu-Ho, derruido más por el olvido que por el tiempo, ocupa ese lugar de la nostalgia. Apropiadamente titulada, Goodbye, Dragon Inn (2003) muestra la última presentación antes del cierre “temporero” del ya expirado teatro de Taipéi, donde se proyecta el clásico de artes marciales Dragon Inn (1966) de King Hu. Más que una simple oda al cine pasado, el filme es, además, una elegía a las salas de antaño. Resumir el cuento no parece justo, pues dos de los atributos del cine de Tsai, como ya había demostrado en What Time Is It Over There? (2001), radican en el subtexto y en la ambientación logradas, y que difícilmente pueden traducirse al relato como tal. Durante todo el transcurso de Goodbye… se escuchará la banda sonora y el diálogo de la clásica película de artes marciales que corre paralela a las secuencias que apreciamos dentros del teatro. Los primeros planos muestran una sala de cine llena a capacidad. Sin embargo, la siluetas de estos espectadores, de quienes nunca vemos los rostros y cuyo estoicismo recuerda las figuras humanas autómatas que aparecen al principio de El año pasado en Marienbad (1961), se revelarán como el espectro de otro tiempo pasado, cuando el Fu-Ho aún tenía el poder de convocatoria para ocupar sus cerca de ochocientas a novecientas sillas. Este hecho queda concertado cuando en las subsiguientes escenas podemos percatarnos de que la sala permanece prácticamente vacía.

Entre los pocos personajes, se destacan un extranjero japonés, una taquillera que cojea y un proyeccionista; éste último, vale mencionar, caracterizado por Kang-sheng Lee, quien al estilo de la dupla Jean-Pierre Léaud (actor)/Antoine Doinel (personaje) en los filmes de François Truffaut, ha representado al personaje Hsiao-kang en casi toda la filmografía de Tsai, incluyendo en la pornucopia The Wayward Cloud (2005). Quizá guareciéndose de la copiosa lluvia, o quizá siguiendo el rumor de que, con el paso del tiempo, el teatro se había vuelto un paraje de roces clandestinos, el extranjero japonés decide asomarse al mismo y al no toparse con la vendedora de boletos ni siquiera paga por la entrada a la cual finalmente accede. A pesar de que laboran en el mismo lugar, la taquillera y el proyeccionista, por su parte, tampoco se encuentran entre sí: pues la limitada empleomanía, huella indeleble del estado moribundo del teatro, sumada al inútil mantenimiento que procura la otrora pomposa arquitectura, propician el desencuentro constante de ambos individuos.

 La interacción entre los personajes y demás transeúntes – pues muchos simplemente transitan el teatro – resulta casi nula; o por lo menos, la que se deja ver. Aún los efímeros encuentros lascivos, fácilmente descuidados por un director menos talentoso, Tsai los registra con elegante disimulo, dejando siempre algo en el tintero. Pienso particularmente en una escena que toma lugar en el baño de los hombres, cuando nuestro extranjero se ubica nerviosamente entre los únicos dos urinales ocupados. Los demás ni se inmutan. En la superficie, nada. Sin embargo, los sencillos gestos de la escena proveen toda la información necesaria para uno llegar a sus propias conclusiones. Descartando el empleo clásico de recursos narrativos, Tsai no contextualiza los sucesos, se limita a mostrarlos. Será el espectador, entonces, quien irá poco a poco hilvanando la(s) historia(s) a medida que vaya experimentando los personajes y – por qué no – el espacio.

En el mejor estilo de Tsai, de poco o ningún movimiento de cámara, de tomas largas y de escueto diálogo, el tiempo transcurre pausado pero inexorable. El cierre del cine es inminente, pero no hay urgencia en llegar al consabido destino. En la segunda - y última - instancia de diálogo (que he utilizado como epígrafe), luego de terminada la función, dos de los actores originales de la película que acaba de proyectarse, quienes por casualidad presenciaban la misma tanda, se encuentran en el vestíbulo del cine. "No one goes to the movies anymore, and no one remembers us anymore", comenta uno de ellos. La primera cláusula expresa una triste realidad. Al cine ya no se va de la manera en que se iba antes. Por más que las salas contermporáneas, con su culto subrepticio a la nostalgia, tracen un cordón umbilical hacia el pasado, hacia la Sala de Teatro que habita recóndita en la memoria, sólo pueden garantizar la promesa de una experiencia pasajera. La segunda cláusula - "and no one remembers us anymore"-, sin embargo, resulta afortunadamente irónica. Más aún, suena a achaque - y no puedo evitar darme por aludido. Pues de cierta manera Goodbye, Dragon Inn perpertúa esa memoria perdida, o en este caso, evoca la remembranza de esos actores, de ese teatro que "ya nadie recuerda". La capacidad que tiene el séptimo arte de simular el espectro de antaño, además de promover su presencia (pasajera, inauténtica - ¿por qué no?) en la memoria colectiva, delinea un porvenir alentador, donde quizá ya no importe tanto el recuerdo mismo como el acto de recordar en sí.