miércoles, 27 de febrero de 2013

¿Qué significa un Oscar?


Significa muchas cosas, claro. ¿Quién no ha soñado con la estatuilla? Es un galardón tan excitante como el chocolate dorado de Willy Wonka, sin las calorías y con efectos secundarios de otra naturaleza que la nutritiva.

Mi lado más cínico – por no decir ‘hater’, lo cual resultaría mucho más preciso- acusaría que de un tiempo para acá la ceremonia de los Óscares, llena de actos buenos, otros no tan buenos y una que otra vergüenza ajena, se ha vuelto un desproporcionado talent show, cuya semana de preludio, minada de predicciones cambiantes, apuestas, le dan un aire más de competencia hípica que de otra cosa al venerado espectáculo. Well, They Shoot Horses, Don’t they? (Un kinocamarada en específico diría que la celebración del pasado 24 de febrero pudo haberse titulado ¡Que viva la CIA!)

En muchas ocasiones el mediatour que antecede el día de ceremonia tiene el efecto secundario de desvirtuar el propósito y presunto fin de los premios. Así, en lugar de resaltar lo más relevante del séptimo arte producido el año anterior, la promoción se (des)enfoca en otros elementos que rebasan el valor, si alguno, de las obras mismas. Siguiendo esta lógica, 5 Broken Cameras, de un documental excepcional y emotivo, se convierte en “la primera nominación de un palestino al Óscar”; mientras que las actuaciones de Quvenzhané Wallis en Beasts of the Southern Wild y de Emanuelle Rivas en Amour representan nada más y nada menos que las nominaciones a la actriz más joven y más vieja, respectivamente, en la historia de la academia y ¡¡¡¡¡todo en una misma noche!!!!!!!!!!!!!!!!!!!!

 Así también en muchas ocasiones se nos hace creer que el premio no es por un rol o filme en particular, sino por toda una carrera, como ocurre en esos momentos donde la Academia decide rectificar un desacierto pasado –Denzel Washington por Training Day es quizá uno de esos casos. Durante la pasarela de la alfombra roja, un entrevistador le preguntó a George Clooney algo relacionado con sus nominaciones en múltiples categorías en los últimos años. El actor/productor/eterno-jevo respondió algo así como: “So you’re saying I’m a trivia now”, y pienso que dio en el clavo. El negocio mediático de los Óscares, parapetado en la “trivia”, oscila entre el ángulo de “interés humano” de la noticia y el faranduleo, lógicamente, y poco tiene que ver con el cine.

 Pero es, a fin de cuentas, un espectáculo. Mi lado más razonable tendría que admitir que el desfase entre la gala de antaño y la más reciente, la que mi lado más cínico procura desdeñar, es pura invención de la memoria. ¿Hubo alguna época en la cual la Academia, como quiere porfiar mi lado más cínico, premiaba más justificadamente? A pesar de que, sujeto inconscientemente al juego de la “trivia”, procedo además a rememorar grandes talentos o filmes que pasaron por desapercibidos - ¡¿que Hitchcock nunca recibió un Óscar?! -, mi lado más razonable sostiene que la Academia siempre ha caminado una cuerda bastante firme, inclusive cuando simula ser arriesgada. Y cuando se arriesga un tantito, activa toda la fuerza de la “trivia” para suavizar cualquier polémica. En resumen, no hay ninguna diferencia sustancial.


Mi lado más razonable se conforma, entre otras cosas, no con “la primera nominación de un palestino al Óscar”, sino con la nominación de 5 Broken Cameras: una obra maestra tan lírica como visceral; un documental que me hizo trizas un sábado por la mañana y del cual todavía no me he podido reponer del todo.

Lo demás es rating y un buen compartir entre panas.      

miércoles, 20 de febrero de 2013

Un héroe sencillo: La vida útil





De cuando en cuando, surcan el cielo cinematográfico pequeñas grandes joyas llegadas desde el Uruguay: Obras como 25 watts, Whisky y Gigante (la mayoría del clan Epstein – Stoll). Llegan del sur para construirnos una imagen melancólica y sencilla de este país. La vida útil, de Federico Veiroj, nos regala otra imagen de lo que puede ser el uruguayo, a partir de una historia sencilla y desnuda, muy próxima a todos los amantes del cine.
La vida útil nos cuenta la historia de Jorge, un programado y proyeccionista de la cinemateca uruguaya, cuya vida no ha sido otra que la de trabajar allí durante 25 años. Este es un ser solitario, un tanto outsider, un auténtico cinéfilo que vive con sus padres y cuya gran aspiración es sacarle alguna platica a Paola, una profesora de derecho, muy asidua de sus proyecciones. Día a día Jorge tiene que enfrentarse con el deterioro de la cinemateca. El cierre cada vez parece más inminente. Esta no es una empresa auto sostenible, como cualquiera dedicada a la cultura. Jorge junto a Martínez, el director de la cinemateca, hacen un último intento por salvarla, pero es inútil: la fundación que aportaba la mayor parte del dinero con el que funcionaban, ha retirado su participación. Debido a esto, Jorge ve su vida cambiar radicalmente. Esta estaba centrada en la cinemateca, las películas, proyectar, recoger los tickets, ser locutor de un programa de radio dedicado al cine. Pero ahora le han quitado esto. Esta es su caída. Durante ella surge la pregunta: ¿Qué hago con mi vida? A partir de aquí Jorge deambula sin rumbo, sin sentido. 


Básicamente, esta es la historia. Se hace claro hacia donde apunta el título de la obra. En un comienzo, la vida de Jorge tiene un propósito, vive para trabajar y trabaja para vivir en la cinemateca. Está sumergido en esta agradable monotonía, que es alterada, sazonada solamente por la breve presencia de Paola en la cinemateca. Todo era estabilidad hasta el cierre de la cinemateca. Es así como Jorge se hunde en la inutilidad, en el despropósito total de su existencia. Aquí desvaría, zigzaguea como si fuera un personaje loco de Buñuel. Y la banda sonora cambia radicalmente. Escuchamos melodías viejas, similares a las de los grandes melodramas de los años cuarenta y cincuenta, llenas de desesperación y gravedad; porque es así su drama. Necesita encontrar una utilidad, un motivo para su existencia, y comienza a buscarlo. Todo esto es un acto sencillo de heroicidad: se convierte en el personaje de su propia película. Recibe un impulso romántico, típico de las películas. Esto le dará un sentido a Jorge, un norte. Busca entonces a Paola y para llegar a ella tiene que vencer al villano, a sus propios miedos. Y vive cada uno de estos momentos como si fuera la película de su vida. Por eso resulta tan acertada la selección del formato del frame: 4:3. (Veiroj se junta a cineastas como Reygadas y Sokurov en la utilización de formatos antiguos, pero en este caso hay un giro nostálgico cuyo eje es sobre todo de contenido, porque se alimenta de la concepción del personaje de Jorge.) Esta decisión estética nace del mismo protagonista de la historia. Hace que los espectadores estemos viendo la película como el mismo Jorge vería la película de su vida, y como él mismo la escucharía. En este mismo sentido no podemos pasar por alto la utilización del celuloide, para colmo en blanco y negro, en estos tiempos digitales.  Su textura, los grises suaves, el grano, catapultan la historia a otro tiempo, o más bien a un destiempo, lo que hace de la historia algo atemporal. Pero quizá lo que pueda descolocar parte de esto es el guiño que esta obra hace al documental; esto sobre todo al comienzo del film. Existe en él una frescura y una “transparencia” propia de este género, que igualmente no dejan de remitirnos a instancias de la nueva ola francesa y el neorrealismo. Los personajes, la manera en que son retratadas su vidas y el ambiente, resultan tremendamente orgánicos y auténticos. 

Para concluir debo hacer notar que la historia brilla por su sencillez. Quizá este es su principal atributo y acierto. A través de esto se nos habla de la heroicidad de un hombre sencillo, y de cómo éste alcanza su propia dignidad. Para los cineastas, esta obra es un recordatorio de que para hacer una película no hacen falta lo adornos de muchos millones de dólares ni grandes giros argumentales, ni tampoco un batallón de tomas en los ángulos más inusuales. Solo es necesaria capturar la esencia de los seres, y su desnudez más veraz, para hablarnos de la humanidad. Por eso resulta grato ver un trabajo así, que no deja de ser por otra parte, la representación sincera de su propio protagonista: un ser sencillo, cuyo drama a simple vista puede parecer algo insignificante, pero que sin embargo, al ser su drama personal, resulta ser inmenso y, sobre todo, digno de una película.

miércoles, 13 de febrero de 2013

Por una nueva militancia: El estudiante de Santiago Mitre




     La primera vez que vi El estudiante (2011) de Santiago Mitre fue en una función de noche en la Sala Leopoldo Lugones en el décimo piso del Teatro San Martín. La Lugones se inauguró en 1967, y parece que no ha cambiado nada desde entonces. El piso cubierto de alfombra roja que simula terciopelo, las filas de butacas de vinilo con reposabrazos en madera, la luz tenue que cubre todo con una leve pátina de misterio, en fin, es un espacio acogedor para cualquiera de esos bichos raros que llaman cinéfilos. Siempre imagino a Borges sentado en la esquina de atrás del cine, solo, fumando un cigarrillo, mientras la luz se proyecta sobre la silueta de humo (sé que las fechas no concuerdan, pero déjenme imaginarlo). La sala Lugones y la sala del MALBA son probablemente los dos espacios institucionales sagrados de los amantes del cine en Buenos Aires. Es aquí que usualmente se presentan, a un precio solidario para los estudiantes, los ciclos de películas clásicas, los ciclos de directores extranjeros que nadie conoce (pero conocerá), y los ciclos de películas extranjeras recientes que no quieren presentar en ningún otro lado. Es posible que en cualquiera de las cuatro proyecciones del día la sala esté vacía, o que quizás haya una o dos parejas de ancianos, una de estudiantes, y uno que otro vagabundo que se queda dormido en medio de la película. Imaginen mi sorpresa cuando llegué esa noche y no cabía ni un alma más en la sala abarrotada. 
     O no, ninguna sorpresa. La película llevaba algunos meses en cartelera. El estudiante se estrenó en el BAFICI, el festival de cine más importante de la Argentina, donde fue la película de apertura en la edición 2011. Casi en el momento que comenzó la venta de entradas para el festival, las tres o cuatro proyecciones que tenían programadas ya estaban sobrevendidas. Al final le terminaron concediendo el Premio Especial del Jurado. Y despegó. Bueno, más o menos. Después de algunas semanas llegó a las salas mencionadas anteriormente. Hay que añadir: sin ninguna publicidad ni ninguna ayuda del Estado. A fuerza de promoción por el boca a boca y algunas críticas positivas en los periódicos de mayor circulación, llegó a tener tan buena recepción que incrementaron el número de funciones. Ahora, a como 6 meses de ese momento inicial, después de varias semanas tratando de comprar entradas para funciones que siempre están agotadas, mi novia y yo finalmente conseguimos el pedacito de papel codiciado que nos permite ingresar a presenciar este evento. 
     Estamos en la antesala y no puedo parar de pensar en el público tan variado que se ha dado cita hoy para ver esta película. Para empezar, hay una cantidad nutrida de jóvenes; esto no es difícil de concebir en una ciudad que hay tantas escuelas y estudiantes de cine como Buenos Aires. Aunque la pura verdad es que no todos tienen perfil de estudiantes de cine. Pero también hay adultos, muchos, y es obvio: estas son las personas que vivieron en carne propia una etapa complicada de la historia Argentina (y el mundo), esos enrevesados años 60 y 70 en que existía una verdadera conciencia política y el deseo de cambiar el mundo desde la militancia, esos años de cambio radical donde la revolución y las utopías eran realmente una posibilidad. Ahora bien, si hay un factor de esta experiencia que me pareció interesante, no importa cuál sea la crítica que uno haga de la opera prima en solitario de Mitre, es cómo la película logró pasar de ser un evento cinematográfico a un evento cultural, es decir, que haya permitido entablar una discusión pública sobre un tema que quizás una o dos décadas antes hubiera sido tabú. Ciertamente no podemos adjudicar la causalidad exclusiva de esta discusión a El estudiante, la misma es un signo de su tiempo, que refleja y encuadra una situación que se está dando en la sociedad argentina desde principios a mediados de los años 2000: el renacer de la política y la militancia. 
     La historia va así: Roque Espinosa, chico de provincia, llega a Buenos Aires para intentar por tercera vez estudiar una carrera en la Facultad de Sociales de la UBA. No es muy difícil darse cuenta que Roque tiene mejor aptitud para conquistar chicas que para estudiar. De esta manera conoce a Paula, una adjunta de cátedra militante que será su puerta de entrada al mundo de la política estudiantil. Un profesor mayor, Alberto Acevedo, líder de la agrupación en la que entra Roque y antiguo amante de Paula, fungirá de mentor y será su eventual adversario en esta historia de aprendizaje. Poco a poco, el chico de provincia ingresa por medio de la política al mundo de luchas de poder y trafico de influencias en la esfera de la universidad, mostrando una destreza sobrenatural para escalar en este mundo despiadado. 
     Primer dato paradójico, la película fue filmada independientemente, con escasísimos fondos (alrededor de $40,000) y sin ayuda del INCAA. Digo paradójicamente porque aunque las marcas de este modus operandi son visibles en el producto final, no es para nada la característica que la define del todo. Comencemos por el hecho de que Mitre es parte del grupo de guionistas de Leoneras (2008) y Carancho (2010), películas del archireconocido director argentino Pablo Trapero. Por un lado, durante la filmación, Mitre tuvo acceso a la máquina de producción de Trapero y esto se refleja en un nivel de producción y filmación ultra profesional. Por el otro, Mitre trabajó cercanamente con Mariano Llinás, director de Balnearios (2002) e Historias extraordinarias (2008). De esas experiencias Llinás aprendió cómo hacer mucho con pocos recursos. Gran parte del equipo de producción hizo su trabajo por amor al arte, ayudando como podía en su tiempo libre y cobrando muy por debajo de los estándares de la industria. La mayoría de los equipos utilizados en el rodaje los proveyó la Universidad del Cine y la Facultad de Ciencias Sociales permitió acceso prácticamente total para filmar in situ (tanto las tomas de huelgas y demostraciones como las asambleas son reales). Gracias a un cronograma de filmación flexible (se filma lo que se pueda, cuando se pueda), y horarios que dependen de la disponibilidad de los actores, se pudo aprovechar al máximo estos pequeños inesperados golpes de suerte que proveía la Facultad. Entonces, aunque muchas tomas de la película son hechas con hand helds, en planos cortos y medios, con un poco de onda voyeur, digamos que como una cámara-testigo, el producto final termina siendo un híbrido pulido entre la ficción y el documental. 
     Uno de los puntos fuertes y seguramente más debatidos de El estudiante es el poder que tiene de apelar a grupos generacionales y sociales dispares. En entrevistas el director ha afirmado que su deseo con esta historia era mostrar la praxis política como tema y no desde lo coyuntural. Esto ha dado paso a una cantidad variada de lecturas de la película. Algunas críticas han apuntado al hecho de que al no mostrar la coyuntura desde donde se plantea el personaje (nunca sabemos a qué agrupación pertenece, la época, ni cuál es su causa), el filme puede ser considerado deshistorizado y apolítico. Roque además entra en la política por lo que criollamente llamamos el canto, en otras palabras, en lugar de tener una verdadera vocación política, entra porque puede conseguir chicas. Y a grandes rasgos, la representación de la política en la obra se limita al tipo que solamente busca legitimarse en el poder, cueste lo que cueste. El fin justifica los medios. Yo añadiría también que todos los personajes tienen un discurso vacío, todos hablan de política pero ninguno dice realmente nada concreto. Son puro chamuyo, para usar la jerga argentina. Sería injusto y reduccionista argumentar que toda la política se limita a grupos como estos, pero quizás sería acertado afirmar que en las últimas décadas la política a nivel mundial se ha degradado y muchos de los personajes que hoy ocupan posiciones de poder son marionetas que se dedican a perpetuar una tertulia parecida a lo que aquí se representa.
   

     Es hora de los spoilers. La última y magistral escena de la película nos muestra a Roque ya desencantado con la política. Tiene una conversación con Acevedo, quien lo ha invitado a su oficina para ofrecerle una tregua meses después que lo ha traicionado. La oferta es un cargo institucional, a cambio de que Roque apacigüe la horda de estudiantes que le están haciendo la vida imposible en la facultad y que están poniendo en peligro un posible acenso de Acevedo al gobierno. Lo que el mentor estratega no sabe es que Roque ha sido la mente detrás de su derrota. Luego que Acevedo establece punto por punto una propuesta para que el joven entre de nuevo al ruedo político presenciamos un silencio dramático y una contestación sobria: no. Sería fácil argumentar que en este momento del final el profesor simboliza el modelo viejo de la política. Es decir, el oportunismo, la conspiración y la traición. Y que el estudiante, afirmando su ética, representa un nuevo modelo, una renovación que se extrae del histórico círculo vicioso que ha plagado a varias generaciones. Esto bien puede ser así, pero no hay que olvidar que Roque ha organizado este putsch como consecuencia de la traición anterior; el motor sigue siendo la venganza. ¿El “no” entonces significa “no hago política así”, “me salgo de la política” o “no, contigo no”? Nunca sabremos a ciencia cierta. En cualquier caso, independientemente del final, creo muy acertado el comentario de Mitre cuando en otra entrevista afirma que “…la universidad es como un reflejo total de lo que pasa en la política del país y del mundo, incluso”. Creo que los otros estudiantes que tanto figuraron en los últimos años, esos jóvenes en Puerto Rico, en Chile, en la Primavera Árabe y el resto del mundo, concuerdan en eso de que “Something is rotten in the state of Denmark”, aunque deciden afirmarlo de otro modo.

miércoles, 6 de febrero de 2013

El Cinema Novo desde el compromiso popular: Rocha revisited



“Donde haya un cineasta, de cualquier edad o de cualquier procedencia, listo para poner su cine o su profesionalidad al servicio de las causas importantes de su tiempo, ahí habrá un germen del Cinema Novo”. Estas son las palabras que Glauber Rocha utilizó en su manifiesto Uma estêtica da fome, publicado en 1965, para definir el Cinema Novo, un movimiento del que fue su principal impulsor y teórico, su cineasta más aclamado internacionalmente, y que ha llegado a confundirse con su propia persona. Y es que no se puede hablar de Rocha sin mencionar el Cinema Novo, de la misma forma que no se debe eludir tanto el carácter internacionalista de éste, como su función política explícita: se trata de un arte al servicio de su tiempo, los sesenta, probablemente la última época de sueños, denuncias y reivindicaciones populares y colectivas que ha existido hasta ahora, cuando las calles vuelven a agitarse. 

El Cinema Novo forma parte de esa amalgama de movimientos que revisitan las vanguardias históricas al mismo tiempo que otorgan al pueblo un papel protagonista en sus objetivos socio-históricos. Emparentado principalmente en la forma con el neorrealismo italiano y, sobre todo, con la Nouvelle Vague francesa, según la moda crítica de hilvanarle genealogías y deudas a todo arte siempre con Europa, este movimiento, sin embargo, se relaciona históricamente con otras corrientes artísticas como el posterior Tercer Cine surgido en Argentina, en cuanto que localiza su foco narrativo en una problemática latinoamericana de desigualdad social y (post)colonización cultural y económica. Concretamente, el Cinema Novo indaga la particularidad nacional de Brasil, un territorio que hasta 1964 gozó del ambiente democrático que otros carecían para un desarrollo pleno de la creatividad y la queja. Glauber Rocha, siendo padre pero siendo parte, se inscribe en dicho contexto desde su primera película, Barravento (1962). 


Como el mismo Rocha declaró en cierta ocasión, Barravento presupone la iniciación de un género, la “película negra”, tendencia que halló continuidad en O leao de sete cabeças, filmado en África en 1969, lo que desvenda un interés del cineasta por la recreación ficcional de la vida de una parte de la población brasileña marcada por la impronta de la práctica esclavista colonial y, por ende, la desigualdad económica. Filme comprometido, narra la historia, en riguroso orden cronológico, de Firmino (António Pitanga) que llega de la ciudad a un poblado bahiano de pescadores para intentar inculcar a la población rural los valores que él ha aprendido durante su estancia en la urbe. Firmino, contrario a las supersticiones correspondientes al candomblé que practican los aldeanos, intentará luchar contra éstas – no sin dificultades – y demostrar a la población autóctona que ni la pesca depende de Yemanjá, ni Aruá (Aldo Teixeira) ni Naína (Lucy Carvalho) son hijos protegidos de aquélla, la diosa del mar en la mitología orixá afro-brasileña. En torno a este argumento se articula una crítica feroz a la religiosidad “trágica y fatalista”, así como a las condiciones económicas en que este pueblo sobrevive: “400 para el patrón, 4 para mí – el intermediario – y 5 para repartir entre los pescadores”, como expone el guión. Filmado enteramente en la playa de “Buraquinho”, literalmente “agujerito” cercano a Itapoava, Rocha prescinde de los grandes estudios y se vale de la naturaleza del lugar para ambientar la fábula, una naturaleza que, siempre plasmada en planos generales y medios, como corresponde a su intencionalidad de crear un “cine-verdad”, se contrapone a las prácticas empleadas hasta el momento en el cine paulista, acusado por los cinemanovistas de falsear escenarios y realidad a base de planos cortos. La ficcionalización verosímil de un sufriente “agujero” exótico contrasta con la total carencia de exotismo que emerge de la situación de explotación y misticismo religioso que arrastra a los protagonistas: un ejercicio de desmitificación y re-semantización del espacio en toda regla. 


 Revisada la idiosincrasia de la población negra de Brasil, Glauber Rocha sorprende, en su segundo y más famoso filme, Deus e o Diabo na terra do sol (1964), con la participación en otra de las mitologías nacionales concretizadas en el universo del sertao, lugar común en la literatura brasileña desde Euclides da Cunha hasta Guimaraes Rosa y que, dentro del Cinema Novo, quizá halle su cumbre en Vidas Sêcas (1963), una adaptación de Nelson Pereira dos Santos del libro homónimo de Graciliano Ramos. En el caso de Rocha, dos películas tematizan la problemática de la vida nordestina de Brasil: Deus e o Diabo y O dragão da maldade contra o Santo Guerreiro (1968). La primera, rodada en una época de promesas sobre una reforma agraria que nunca se materializará, fue nominada a la Palma de Oro en Cannes y realizada bajo el impulso de abierto rechazo a cierto tipo de westerns al estilo hollywoodiense de cuyo máximo representante es O Cangaçeiro (1953), de Lima Barreto. Deus e o Diabo se desarrolla sobre dos ejes narrativos, según expone Víctor Amar: el misticismo y la violencia (¿acaso no será sólo uno?). De un lado, el filme narra la adhesión del vaquero Manoel (Geraldo del Rey) al Beato (Lídio Silva), representante del sebastianismo, corriente mesiánica ligada a la desaparición del rey portugués Sebastiao en el siglo XVI; de otro lado, la unión del protagonista a Corisco, (Othon Bastos), el cangaceiro de las tierras que hace frente a los poderes locales.  Entre un eje y otro se sitúa António das Mortes (Maurício do Valle) como unión de estas dos esferas, un sicario, un jagunço, “matador de cangaceiros” en principio, hasta que acepta asesinar al Beato por encargo de un cacique de la zona y por el que parece ser el cura, representante oficial del cristianismo, que se está viendo sustituido por la filiación que suscita el sebastianismo. En este cuadro se desarrolla una contienda entre la alianza oficial del poder político y el religioso y sus incómodos espejos análogos cristalizados en el cangaceiro y el mesianismo. Tal como ocurriera en Barravento, Rocha parte de una situación nacional de desigualdad para desarrollar su historia, si bien en este filme se contempla ya a un director maduro que utiliza las más variadas fuentes (desde el cine de neovanguardia europeo hasta el japonés, pasando por la literatura de cordel) para ofrecer al público una espectacular película que termina con la significativa sentencia musicada: “a terra é do homen, nao é de Deus nem do Diabo”. 

Terra em transe (1967), su siguiente obra, es ya un filme rodado en dictadura, aunque anterior al Acta Institucional número 5 que radicalizó sobremanera la restricción de todo tipo de libertades dentro de dicho régimen. Si bien algunos críticos han visto en ella la iniciación al tropicalismo, tendencia de la última fase del Cinema Novo, por situar la diégesis en el país imaginario “El Dorado”, Terra es más una alegoría política de una nación en decadencia dentro de la cual lo “tropical” constituye un motivo circunstancial y metafórico y no un estandarte. La película narra la turbia situación histórica de un país cuyo gobierno se disputan dos fuerzas políticas que luchan entre ellas – el gobernador Vieira (José Lewgoy) y Porfirio Díaz (Paulo Autran) –, mientras que otros actantes, a favor del primer o del segundo bando, intervienen en el proceso de dominación: la Explint (Compañía de Explotaciones Internacionales) y los medios de comunicación, al mando de Julio Fuentes (Paulino Garcindo). Entre Vieira, representante del populismo y la demagogia, y Díaz, conservador y católico a ultranza – siempre con un crucifijo en la mano, simbología del colonialismo pero también de cualquier tipo de experiencia religiosa alienante – se encuentra Paulo Martins (Jardel Filho), un poeta, el protagonista, incapaz de configurar su posición ideológica, infeliz y crítico con su condición de intelectual acomodado: “gente como nosotros, burgueses, débiles”. Junto a él, Sara (Anecy Rocha), de su mismo rango social pero menos indecisa, apuesta por el control del poder por parte de Vieira y arguye: “la plaza es del pueblo como el cielo es del cóndor”. 


Rocha se sirve esta vez de la capacidad recordatoria del protagonista Paulo para abandonar el orden cronológico de otros largometrajes anteriores y contar la historia mediante analepsis narrativa, como no podía ser de otro modo: el flash-back se debe a que el autor está volviendo a 1964, el comienzo de la dictadura. Alejado del gusto por los exteriores, Rocha utiliza escenarios suntuosos para sus fines críticos, por ejemplo: el palacio de Díaz que es, en realidad, el teatro municipal de Sao Paulo, donde se celebró la archiconocida Semana de Arte Moderna de 1922. En contraposición abierta también a otros filmes, aquí los diálogos son complejos, crípticos, y los discursos de Paulo, enteramente poéticos, constituyen a veces indescifrables monólogos interiores. No obstante, Rocha no sólo se vale de la poesía para el habla de ciertos personajes, sino que construye la acción con técnicas plenamente vanguardistas: la mirada a cámara; la elaboración del encuadre; la lentitud o rapidez del montaje según la secuencia lo requiera; la inclusión de otros géneros fílmicos (documentales) en la película; la escenografía ostentosa burguesa que contrasta con la tierra seca en la que se filma el pueblo; el uso estratégico de la música, que va desde la samba hasta el jazz pasando por la ópera, según a qué estrato socioeconómico se aplique. En general, el sonido se convierte en un personaje más y sirve también para escenificar la lucha entre poderes en la secuencia en que Paulo y Díaz luchan a ritmo de ópera y percusión de metralletas integradas en la misma escena. La batalla, entre el intelectual y el político, entre burguesía letrada y dictador, adquiere una singular relevancia respecto a la ausencia que representa: el pueblo no está presente en ella, como atestigua otra de las escenas, en que al habla de éste se le niega el sonido. 


Esta película constituye probablemente el cenit de la producción cinematográfica de Rocha antes de que el autor decidiera exiliarse de forma voluntaria en Chile, en Portugal o en España. Sin embargo, su preocupación política por el funcionamiento del mundo transciende las fronteras de Brasil y, si bien se centra en una problemática latinoamericana, deja lugar a interpretaciones más globales si se considera que Rocha retoma el tema dictatorial en la España de Franco, lugar donde realiza Cabeças Cortadas (1970) saltando la censura gubernamental mediante la presentación de un guión inocente sobre Macbeth, de Shakespeare. Como él mismo declaró en una entrevista, su visita a España se corresponde tanto a un interés por el arte del país en general como, sobre todo, a una avidez de conocimiento por la raíz del colonialismo que por razones geográficas tenía más cercano, el latinoamericano, al mismo tiempo que reconoce en España la semilla de una civilización de la que forma parte, la ibérica. Pudiéndose criticar esta postura con la razón de una obvia genealogía descentrada – fruto del iberismo ensayístico de, entre otros, Gilberto Freyre – lo cierto es que Rocha transciende las barreras nacionales en su preocupación popular y, a través del cine, ofrece al espectador una síntesis de la denuncia de la desigualdad de clases, el racismo y la alienación religiosa. En general, contra las posibilidades frustradas de emancipación del pueblo, Rocha erige un cine comprometido con la realidad de los de abajo, vanguardista en las formas y popular en la materia, en que el hambre, como en el título de su ya citado manifiesto, será el motivo transversal de su mirada, hilo conductor de matiz desgraciadamente global que continúa de plena actualidad. 

Azahara Palomeque Recio.